La investigación mostró que las tendencias del crimen en estas zonas no han cambiado con la llegada de los venezolanos. Las zonas que antes concentraban el delito son las mismas que hoy en día lideran estas cifras. Se observa una disminución importante del crecimiento del delito en estas cinco localidades. Sin embargo, hay una creciente participación de la población venezolana en los eslabones más bajos de las cadenas criminales, el cual se refleja con mayor visibilidad en el hurto a personas, el cual tiende a cometerse con mayores niveles de violencia. A su vez, esto se conecta con el incremento en la utilización de armas de fuego y traumáticas.
Este último grupo de migrantes victimarios, está conformado por un pequeño porcentaje con relación al total, que delinque por desespero o porque trae un conocimiento delincuencial a Bogotá. Estos, en particular, son reclutados y cooptados por organizaciones existentes que han sido identificadas en estas cinco localidades.
También se evidenció que la victimización de migrantes –en materia de hurtos y homicidios– ha venido aumentando en comparación con las víctimas colombianas.
Un pequeño porcentaje ingresa a las economías ilegales a partir de actividades aparentemente lícitas, lo que supone un riesgo. Por ejemplo: a través de los bicitaxis cometen hurtos o se dedican a la venta de estupefacientes. En los talleres mecánicos, hacen receptación de autopartes o también entran en negocios como el contrabando de celulares. En particular, en zonas como Corabastos, Maria Paz, Patio Bonito o el barrio Santa Fe, la Plaza España o la Estanzuela, los migrantes que se dedican al reciclaje tienen un alto riesgo de vincularse a las dinámicas del microtráfico, movilizando estupefacientes en sus carros.
No se trata de un fenómeno diferente al que sucede con los desplazados nacionales internos. Este mercado, más allá de los límites de la legalidad, tiene sus cupos y sus dinámicas en la cual también entran los migrantes.